El estreno de la nueva película Ponte en mi lugar de nuevo no solo ha despertado la nostalgia de quienes crecimos con la comedia original. También ha traído consigo un cambio radical en su protagonista: Lindsay Lohan, que sorprendió con un aspecto luminoso, definido y rejuvenecido. En paralelo, la matriarca de las Kardashian, Kris Jenner, revolucionó las redes sociales al mostrar un rostro terso y afinado que la hacía parecer varias décadas más joven, pese a estar a punto de cumplir 70 años.

En el caso de Jenner, la respuesta es quirúrgica y tiene nombre propio: Steven Levine, uno de los cirujanos más prestigiosos de Nueva York, especializado en lifting de plano profundo. Lohan, en cambio, atribuye su glow up a una dieta saludable, tratamientos de láser y rutinas de cuidado de la piel. Dos caminos distintos hacia la misma promesa: la eterna juventud.

La cirugía del “efecto invisible”

Lo que en los años ochenta significaba rostros tensos y rasgos artificiales, hoy es sinónimo de resultados indetectables. La técnica estrella es el lifting de plano profundo, que trabaja en la capa del sistema músculoaponeurótico superficial (SMAS) y reposiciona músculos y ligamentos en bloque. Así, se evita el temido “efecto túnel de viento” y se logra un rejuvenecimiento más natural y duradero.

En un extenso reportaje para el Financial Times han explicado que el procedimiento puede durar entre 10 y 15 años, y suele combinarse con blefaroplastias, transferencias de grasa, levantamiento de cejas y láseres como el CO2 fraccionado o el Morpheus8. La tendencia es clara: que el bisturí no se note. El diseñador Marc Jacobs documentó públicamente su cirugía en Instagram, rompiendo con el secretismo del pasado. Hoy, el verdadero lujo es que nadie pueda adivinar qué te has hecho.

La eterna juventud quirúrgica tiene precio, y no está al alcance de todos. En la revista Cosmopolitan han precisado que un estiramiento clásico puede costar entre 4.000 y 10.000 euros en Europa, mientras que un lifting profundo en Nueva York arranca en 45.000 dólares. No obstante, según Financial Times, entre las celebridades de mayor renombre, los precios superan las seis cifras.

Así que más que estética, estamos ante un paradigma de estatus. Como ha señalado el psicoterapeuta Paul Hokemeyer en el medio británico: “Una cirugía impecable es un símbolo de estatus que supera a cualquier bolso Birkin”. Tener acceso a Levine u otros médicos estrella implica pertenecer al círculo de élite que “sabe” y puede pagar. De hecho, Wendy Lewis, consultora de la industria de la belleza, ha advertido que muchos pacientes asumen que cuanto más caro, mejor, aunque la realidad es que también funciona como marca social: pagar más significa exhibirlo como gesto de distinción.

En esta misma línea, New York Post ha detallado el auge de procedimientos “quiet luxury”: glúteos discretos (“Midwest BBL”), carillas dentales naturales o senos proporcionados. Es la contracara de lo que hizo en su momento famosas a las Kardashian: lo aspiracional ya no es el volumen exagerado, sino lo indetectable, lo que parece “natural” pero cuesta seis cifras.

Aunque la cirugía no está al alcance de todos, la aspiración se filtra hacia abajo. Ocurrió lo mismo que con Ozempic y otros fármacos GLP-1: al principio restringidos a Hollywood, caros y difíciles de conseguir, convertidos en símbolo de lujo antes que en tratamiento médico. Con el tiempo se popularizaron, pero mantienen su aura aspiracional: la delgadez extrema como trofeo de clase.

Quienes no pueden costear liftings recurren entonces a alternativas más asequibles, aunque dañinas. En TikTok, hashtags como #SkinnyTok acumulan miles de vídeos en los que adolescentes comparten dietas extremas, rutinas de ejercicio desmedido y frases de “thinspiration”. Como hemos detallado en Xataka, apenas ocho minutos de exposición a este tipo de contenido bastan para aumentar la ansiedad y la insatisfacción corporal. La supuesta “complexión media” —ni gorda ni flaca— circula también como nuevo ideal restrictivo, disfrazado de inclusividad.

La cultura digital actúa así como espejo de la élite quirúrgica: mientras unas se someten a liftings de 100.000 dólares, el resto absorbe estándares imposibles y busca en fármacos o retos virales la promesa de un lujo inalcanzable. Como ha resumido The Week, el body positive que proclamaba diversidad corporal se ha convertido en un recuerdo distante: alfombras rojas repletas de actrices ultradelgadas, campañas de moda denunciadas por mostrar modelos “peligrosamente flacas”, y la resurrección de estéticas Y2K como el regreso de los desfiles de Victoria’s Secret.

A toda esta ecuación no podía faltar la tecnología. Los filtros digitales y la inteligencia artificial ya no solo embellecen, también moldean estándares imposibles. Como ha señalado el estético Jonny Betteridge en Financial Times, muchos pacientes llegan al quirófano con una referencia insólita: su propia cara, pero filtrada.

La IA multiplica esta dinámica: ofrece versiones de uno mismo con piel perfecta, mandíbula definida o pómulos afilados. Y esas imágenes circulan como nuevas promesas de identidad. El resultado es que los cirujanos se enfrentan a un mercado emergente: pacientes que quieren traducir en carne y hueso los avatares digitales que ven en Instagram o TikTok.

El doble filo: siempre bajo juicio

La presión estética no admite escapatoria. Según ha detallado la periodista Noemí López Trujillo en Newtral, estéticas como la “clean girl” o el “make up-no make up” funcionan como imposiciones de discreción femenina: celebran una naturalidad profundamente artificial, que exige horas de trabajo cosmético y cirugías invisibles. Se castiga así en doble vía: tanto a las mujeres que “se operan demasiado” como a las que deciden no operarse nada.

Ejemplos sobran. Pamela Anderson, recuerda la socióloga Rhea Ashley Hoskin en Newtral, fue castigada por visibilizar sus implantes y negarse a hacerse “invisible” con la edad, un caso de femmefobia. En el extremo contrario, Sarah Jessica Parker ha sido insultada por mostrar arrugas, como si “descuidarse” fuera también un pecado. Para directores como Bonnie Hammer, la homogeneidad facial de las jóvenes operadas y la rigidez de las mayores dificulta incluso el casting de papeles comunes. Y Jamie Lee Curtis ha denunciado el horror de ver a mujeres desfiguradas por el “complejo cosmecéutico”.

Pero, ¿qué ocurre con los hombres? El escrutinio es profundamente desigual. En los últimos años, nombres como Brad Pitt, Tom Cruise o Bradley Cooper han protagonizado especulaciones sobre liftings y rellenos. En un artículo para Daily Mail consultaron a tres cirujanos sobre el aspecto rejuvenecido de Pitt en su nueva película: todos coincidieron en que no hay señales de un lifting, pero sí de transferencias de grasa o rellenos faciales que devuelven volumen juvenil. El propio Pitt ha negado pasar por quirófano, aunque según FT los liftings en hombres crecieron un 26 % entre 2022 y 2024.

Aun así, ellos rara vez enfrentan el mismo juicio público que las mujeres. Como dijo Carrie Fisher: “Los hombres no envejecen mejor, simplemente se les permite envejecer”.

La receta de la eterna juventud no está en pócimas, ni en rutinas virales a las 4 de la mañana —como las de los influencers del looksmaxxing—. Está en quirófanos de élite, en bisturís que devuelven pómulos, tensan cuellos y borran arrugas a cambio de seis cifras.

Sin embargo, esta juventud eterna tiene condiciones, ya que es un lujo reservado a la élite, funciona como símbolo de estatus y reproduce un doble estándar de género, donde las mujeres son castigadas tanto por operarse como por no hacerlo, mientras los hombres gozan de indulgencia.

En paralelo, el resto de la sociedad consume filtros, dietas extremas y narrativas de “naturalidad” que no son más que nuevos corsés digitales. La eterna juventud existe, pero no es para todos. Y más que borrar arrugas, revela con crudeza las marcas de clase, género y poder en nuestra cultura contemporánea.

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El mercado de lujo de los retoques faciales: cirujanos estrella, 100.000 euros y rehacerse la cara sin que se note

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Alba Otero

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